La Corte Nacional de Justicia de Ecuador mantiene un proceso judicial grotesco por supuestos «delitos de lesa humanidad» contra seis altos mandos militares que, durante el gobierno de León Febres Cordero (1984-1988), eliminaron sin piedad al grupo terrorista de izquierda Alfaro Vive Carajo (AVC). Esta aberración no es justicia; es una traición abierta a los defensores de la nación, un premio a la impunidad que envalentona a futuros delincuentes y terroristas. En lugar de condecorar a estos oficiales por restaurar el orden, se les persigue como criminales, mientras los verdaderos verdugos o sus apologistas se regodean en la sombra.

Los hechos son irrefutables y brutales: AVC no era un grupo de «idealistas»; era una banda de asesinos que infestó Ecuador con violencia sistemática entre 1984 y 1988. Sus operaciones incluyeron el asalto armado al Banco del Pacífico en Guayaquil en 1985, robos descarados que dejaron heridos y un país aterrorizado. Secuestros y ejecuciones como la de Nahím Isaías, torturándolo hasta la muerte para extorsionar y financiar su caos. Robos a bancos y empresas se convirtieron en rutina, al igual que asesinatos selectivos de policías, militares y civiles inocentes que se interponían en su camino. Estos actos no eran «resistencia»; eran crímenes puros que sembraron muerte, destrucción y parálisis económica, priorizando una ideología destructiva sobre la vida del pueblo ecuatoriano.

Ante esta plaga, León Febres Cordero actuó con la firmeza que demanda el patriotismo: unió a las Fuerzas Armadas y la Policía en una campaña implacable que erradicó a AVC para 1988. No hubo vacilaciones ni concesiones; solo resultados. Estos militares ejecutaron su deber con precisión, salvando a Ecuador de un colapso total. Fueron los arquitectos de la paz, no los villanos que ahora se pretende pintar.

Pero en 2007, bajo Rafael Correa, se creó la «Comisión de la Verdad», un instrumento politizado que invirtió la realidad: en lugar de condenar el terror de AVC, se enfocó en demonizar la respuesta estatal. Esta comisión ignoró el contexto de guerra impuesta por los terroristas y fabricó una narrativa de «víctimas» para justificar la persecución de héroes. Hoy, ese legado tóxico culmina en este juicio ridículo, donde se acusa a octogenarios de detenciones y torturas contra miembros de AVC, como si defender la nación fuera un crimen. Es un insulto calculado: premia la impunidad de los terroristas al equiparar su barbarie con la legítima defensa del Estado.

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Esta farsa envía un mensaje letal: la impunidad reina para delincuentes y terroristas. Quienes cometen robos, secuestros y asesinatos como el ex grupo terrorista AVC no enfrentan consecuencias reales mientras sus defensores, sean abogados o políticos, los disfrazan de «luchadores». Estos apologistas son peores que los criminales mismos: traidores que anteponen agendas ideológicas al sufrimiento del pueblo, sacrificando la seguridad nacional en el altar de la corrección política. Políticos que impulsan tales juicios no buscan verdad; buscan poder, erosionando las leyes hasta convertirlas en herramientas de revancha. Abogados que defienden a terroristas no son guardianes de derechos; son cómplices que perpetúan el ciclo de violencia, mereciendo el mismo desprecio que los delincuentes a los que protegen. Anteponer los intereses de asesinos al bienestar de la gente buena es alta traición, un acto que marca a estos individuos como enemigos de la patria.

Ecuador no puede tolerar esta debilidad. Rendirse ante el terror equivale a invitarlo de vuelta. Todo delincuente o terrorista debe enfrentar la mano de hierro de la ley: sin excusas, sin romanticismos, sin impunidad. Y quienes los salvaguardan —políticos oportunistas, abogados mercenarios— deben ser expuestos y condenados como facilitadores del caos. Este juicio no es un error; es una declaración de guerra contra el honor nacional. Es hora de rechazar esta desfachatez, honrar a nuestros protectores y restaurar leyes con dientes afilados. La nación exige héroes, no víctimas inventadas. ¡Defendamos Ecuador con la contundencia que merece, o perdámoslo todo!





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